26 de octubre de 2008

Que voy, que me caigo, que me aguanto

Empiezo a andar otra vez como si fuera a caerme todo el rato, y lo que es peor, con la cara por delante. ¿Me imagino el crujido de mi nariz, los dientes rotos hacia dentro, ese grave de una maraca removiendo mis ideas contra un peldaño? ¡Felicidades! Si muevo las piernas, es por no caerme. Si fuera a caer de espaldas, podría poner el culo... para sentarme, no sé, sobre el calambre de la rabadilla, por ejemplo.

Tengo miedo, porque algo no concreto me acecha. Tengo alguna sospecha, pero de lo que no tengo duda es que en algún momento hice un trueque.

Que se vaya la magia, estoy ansiosa, no puedo esperar. ¿Cómo lo haces? Dime el truco, ¿cómo funciona? Desapareces, tus conocidos exclaman "¡Oh!", y el truco está simplemente en que me he ido a otra parte detrás de uno de los giros del plafón que me ha camuflado. Aguardo tras la bambalina. Mucho rato. Demasiado rato. El público se va. Con el tiempo asumen que los has dejado sin retorno, un final esperado, sabido. Se olvidan. Y eso me dije yo, que para qué volver después de un truco sin sorpresa, un aplauso condescendiente del que sabe demasiado sin saber muy bien los cómos. Me largué por la puerta de personal.

¿Recuerdo esa escena de los niños en las marionetas? 400 golpes en el estómago, después de tantos años.

Más de lo mismo, cada día. Cuando me escape puede que 400 niños salgan riéndose a carcajadas de mi estómago. Ese es un resultado incierto. En realidad es lo que me gustaría, pero no lo sé. Yo, supongo, supongo mucho, que lloraría, lloraría, agachada de espaldas ahí donde casi se secó el mar de Siberia.

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