
Hay una cadena de obligaciones inevitables, una interrumpida puesta a punto que dura todo el día y, al final del carrerón, una televisión encendida que te pone por medalla una butaca mientras suena el himno nacional de las nueve.
A tiempo, a salvo, con el cuenco de sopa en las manos.
Me-duer-mo.
Es gracioso como apartan los micrófonos los diputados, como si abofetearan al mensajero cuando discuten en el parlamento: usted lo que le digo, y usted es lo que aquel otro. Han caído como moscas unas cien personas por ahí. Greenpeace se enlancha hacia las focas, las personas se desnudan y se tiran al suelo como protesta. Los adolescentes miran tetas, los abuelos siguen mirando las obras. Hay un par de noticias que acaban con la palabra espeluznante, y luego los presentadores se sonríen cada vez que un niño da consejos para ahorrar agua. Tenemos esperanza. El meteorólogo señala borrasca entre los 5 círculos amorfos y concéntricos que se mueven alrededor de una A mayúscula. Los espectadores mandan fotos de sus tejados nevados, de sus jardines floridos, de sus granizadas como pelotas de tenis, mujeres en bañador mojándose los pies. ¡Qué diablos, eso es fantástico para esquiar, para la primavera, para enseñarlo, para la circulación!
Me-cai-go.
Pijama, cama, libro.
Suave, cálido, mate.
Linces, leoncitos, jaguares, tigritos, guepardos, cervalitos, jaguares, gatetes del desierto.
Me duermo imaginando que te huelen, y aún así no te comen porqué te quieren.
Y ahí me caigo a bocaditos en sus cuenquitos, pienso de jirafa triunfante ante una lata de paté salmón.


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