23 de febrero de 2011

Harpías

La Bella, enigma y pesadilla, de Pilar Pedraza
Sabemos que sus lágrima son de lejía, que vomitan ácido sulfúrico y que, cuando escupen, hacen grandes agujeros en los sueños. Es su risa sonora, hueca y poco profunda, generada en la bóveda del paladar y no en el pecho, o bien fina y como de falsete –muy peligrosa esta última, más irritante que la primera–. Uñas largas y pintadas de escarlata rematan sus dedos nudosos, cargados de anillos de oro verde y piedras falsas: manos que sugieren gran manejo de recibos estampados en papel barato, rosarios de cuentas sintéticas, preservativos y cuchillos. Las arpías sufren de pies fríos y sus narices destilan perpetuamente un moquillo delgado, semejante por su química al aceite de ricino.

Sabemos también el porqué de su hambre sempiterna, que hace que sus tripas rujan como cañerías: se debe al hecho de que los ácidos de sus estómagos son ta corrosivos que disuelven los alimentos apenas los engullen. A ello se une la circunstancia del tremendo vacío que hay en el interior de su ser, que –a modo de gran bostezo– fagocita y aniquila sin descanso, y también sin ton ni son, cuanto pedazo del Universo se ofrece a sus ojillos pitarrosos.

Las Harpías antiguas solían tener con los Vientos unos amoríos a resultas de los cuales echaban al mundo rapidísimos caballos, montura de los héroes. Las modernas llevan una existencia estéril: no tienen hijos, no plantan árboles, no escriben libros –aunque sí gustan de roer los ajenos, y hasta de babearlos–. Esta absoluta aridez se debe a su naturaleza centrípeta: lo absorben todo, pero no son capaces de entregar nada al mundo.

Harpya, de Raoul Servais

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