10 de diciembre de 2008

Silencio estoico

Música, por favor:

Recuerdo muy bien a mi madre el día que murió mi abuela. Mientras le subían y le subían los sedantes, mi madre no soltó ni una lágrima. Le humedecía los labios con una gasa, y de vez en cuando le daba agua con una pajita. Le acariciaba la frente como se acaricia a alguien por el que no se sabe, ni se puede, hacer más. En cierto modo, su mirada era muy fría. Incluso rayaba la profesionalidad. Quizás era sólo un modo de expresar que nadie debería irse oyendo un solo lamento, ni una lágrima, solo un largo silencio entre vapores de anestesias, con las manos cogidas como guantes. “Cógele la mano” me dijo. Yo le cogía de una, y mi madre de otra. La imité: no lloré ni dije nada. Me pareció una eternidad porque fue doloroso. En ese momento sólo podía pensar en el día que mi abuela me regaló un maletín de médico, en el brasero de su casa, en la granja de conejos, los perros que cogía de la calle, la batería y los discos de vinilo en el pajar. Al mismo tiempo pensaba en los días que dormía en mi habitación, las noches que se caía encima mío, incluida la vez que se meó sin remedio y yo quise morirme de asco, de compasión, de incredulidad, de sentido de fin. “La yaya ahora debe llevar pañales, Georgina”, así que al día siguiente vino con un kit del trabajo que me puso los pies en el suelo. Si cierro los ojos, puedo ver a mi abuela desnuda de pie en la bañera. Yo auxiliaba para que no cayera. Por las tardes escuchábamos Flamencos y Pelícanos en Radio 3. Pero mi abuela nunca fue una mujer fácil, así que un día deseó irse de casa. Quería vivir sola de nuevo en su piso de tres plantas. Mi madre, de nuevo, no soltaba ni una lágrima. Así que yo tampoco.

En el siguiente chorro de imágenes estamos mi madre, mi prima, mi hermana y yo apoyadas sobre la vitrina de cristal del tanatorio donde está mi abuela. Se le nota el pegamento en los labios. Las cuatro estamos de acuerdo en que el embalsamador ha hecho un trabajo pésimo. Además, morir un fin de semana si eres de un pueblo muy pequeño, tan pequeño que el cementerio entierra de lunes a viernes, no es oportuno. Y no es oportuno porque llega el lunes y ni tus músculos ni tu piel no luchan contra la gravedad. Las manos de mi abuela tampoco, ya estaban ligeramente separadas unas de otras. Las cuatro opinamos que puestos a embalsamar rápido y corriendo, podrían haber hecho alguna chapuza con las manos. Mi madre, entonces, llora. Llora mucho. Y cuando uno llora, lo mejor que puede hacer el otro en mi familia es ser un tronco de árbol que abraza estoico al que sufre.

Yo lloré durante la misa, porque estaba en primera fila y ya no podía más. En ese momento, mi madre paró de hacerlo y nos cambiamos el papel de árbol y de llorona. Obviamente, sigo creyendo que a la gente se nos da fatal dar el pésame sin que sea una losa inaguantable. Me gustó la gente que, sencillamente, no dijo nada. Ni lo siento, ni ánimos, ni que corta, ni que joven, ni que buena. Dame la mano, ponme un guante, y déjame tranquila flotando en mis emociones, que yo ya me entiendo.

Entierro. No soporto cuando el paleta se pone a tapiar. No lo soportaré jamás, pero ayer supe algo que no debo olvidar.

Papa (me enseña fotos de su viaje a Méjico): Esta es la tumba de un payaso. Ahí pone “Si lloran, que sea de risa”.
Gi: Los Mejicanos hacen fiesta en el cementerio el día de muertos...
Papa: Sí, la familia come el plato favorito del difunto en la tumba.
Mama: Pues a ti te traeremos un Rioja y una tortilla de patatas.
Gi: ¿Cuál es tu plato favorito, mama?
Mama: No tengo ninguno, la verdad.
Gi: Algo te gustará más que todo lo demás.
Mama: La paella, quizás. No sé...
Gi: ...Pues comeremos paella y beberemos vino blanco.

2 comentarios:

Anónimo dijo...


(Eso pretendía ser un árbol, pero no se ve mucho. Tiene que crecer un poco, todavía...)
:-)

Anónimo dijo...

Espléndido post. Pluma privilegiada, corazón grande.